|
La
sonrisa del Tío Permanente Domingo 20 de marzo de
2005 Rafael
Gumucio
Después de siete años de búsqueda, Paul Schaefer es hallado
en Buenos Aires. Una vez arrestado, sonríe ante las cámaras con una
extraña cortesía. Parece el más inofensivo de los hombres, el más
contento y simpático de los abuelitos. Quizás secretamente se siente
aliviado, quizás necesitaba que lo volvieran a llamar por su
verdadero nombre, que lo reconocieran por su auténtica identidad,
para morir con ella.
Nada permite suponer que Schaefer se encuentre arrepentido de
algo, aunque sea mínimamente. Seguro de pertenecer a una categoría
superior de seres humanos, imbuido de un mesianismo seudorreligioso
mezclado con nazismo, todo lleva a pensar que nunca ha sentido ni la
sombra de una mancha en su conciencia. Los chilenos, durante
décadas, lo hemos ayudado a fortalecer esa imagen: la de un tipo que
está por encima de toda moral y toda ley.
Racista en un país de
racistas, Paul Schaefer pudo crear en Chile un reino que en
ninguna otra parte lo hubieran dejado crear. Y ese reino sigue
ahí: la Colonia Dignidad, aunque ahora se llame Villa Baviera,
sigue ahí. Y su insultante nombre, Dignidad, continúa
manchando nuestro
suelo. | Racista
en un país de racistas, Schaefer pudo crear en Chile algo que en
ninguna otra parte lo hubieran dejado crear: un mundo completamente
germano, lleno de renos salvajes y niños vestidos de tiroleses. Y
ese reino, pese a que en su interior se cometieron los peores
atropellos a los derechos humanos, en particular a los de los niños,
sigue ahí: la Colonia Dignidad, aunque ahora se llame Villa Baviera,
sigue ahí. Su insultante nombre, Dignidad, continúa manchando
nuestro suelo.
Si la Colonia Dignidad fuera boliviana en lugar de alemana,
no la trataríamos con tanta benevolencia. Por eso Paul Schaefer
sonríe: no sólo sabe que su reino permanece intacto, sino también
que su sombra, la de la impunidad más vistosa, ha ensuciado toda la
sociedad chilena. Desde que comenzamos a buscar a Schaefer por
cielo, mar y tierra, hemos pasado de un estado de hipócrita
inocencia a uno de hipócrita sospecha. Hemos pasado de no querer
saber nada de la pedofilia a tragarnos la primera mentira que se nos
cuenta al respecto. A confundir datos con presunciones, deseos con
realidades. A ver, en todos los ciudadanos, potenciales agresores
del niño que llevamos cada vez más a flor de piel. Persiguiendo a
los pedófilos, todos nos hemos vuelto voyeristas. Y hemos aprendido
a gozar, como el Tío Permanente nos enseñó a gozar, mirando por el
ojo de la cerradura al vecino, a ver si él comete las brutalidades
que nosotros queremos pero no nos atrevemos a cometer.
Durante estos siete años nos hemos rebajado al nivel de Paul
Schaefer. Hemos sido cómplices del pederasta no sólo al dejarlo
escapar y al buscarlo con desidia (tanta, que ahora un programa de
televisión disputa con la policía el honor de la captura), sino,
además, al crearle un país lleno de sospechas y atrocidades: un país
a su medida, donde se siente cómodo y puede sonreír como un amable
jubilado que aguarda, sin mayor inquietud, la muerte y el
olvido.
|